Carlos Montes Cisternas/Diputado
El proyecto, que probablemente regirá a lo menos por un par de décadas tiene avances, pero presenta demasiadas deficiencias y no responde a lo que los estudiantes reclamaron.
ESTÁ LLEGANDO A su fin el trámite de la ley marco de educación. Un esfuerzo que partió con el cuestionamiento de los estudiantes a la LOCE y a la inequidad en las aulas; que fue asumido por la Presidenta Michelle Bachelet convocando a un Consejo Asesor amplio y plural y que luego, tras el envío de la LGE al Congreso, quedó enredado en una mala negociación política con la derecha, culminando en un texto que avanza sólo en un aggiornamiento del modelo de mercado de la educación chilena y que no es la reforma estructural a que aspiraban alumnos, profesores y una parte no mayoritaria de la Concertación.
Sentimos una enorme frustración. Respecto del procedimiento, por la inexistencia en la Cámara de Diputados de un debate serio, que diera cuenta de la importancia del tema y del hecho histórico de discutir una ley marco en democracia. Se jugó con las urgencias, se impidió discutir indicaciones y, en definitiva, se suprimió toda disidencia. Y en lo sustantivo, porque esta ley no cambia ninguno de los tres ejes estructurales del modelo que se impuso en Chile.
Primero, esta LGE no pone al humanismo en el centro de la concepción de la educación. El enfoque tecnocrático y economicista seguirá siendo hegemónico. Sigue vigente una visión de la calidad como la transmisión estandarizada y medible, con instrumentos sicométricos, de conocimientos de lenguaje, matemáticas y otras disciplinas. Hemos perdido los que aspiramos a una educación para formar seres humanos; los que queremos generaciones imbuidas en valores, virtudes, principios y sentimientos, además, por cierto de los contenidos indispensables; los que creemos que la calidad se mide también con enfoques comprensivos e integrales, que recojan la realidad de los alumnos.
Segundo, esta LGE no hace de la educación un factor que apunte a superar las inequidades de nuestra sociedad, sino que, peor aún, contribuye a agudizarlas. Se reafirma la idea de un mercado o cuasimercado educacional, en que todos compiten por igual. Hemos perdido los que vimos en este proyecto una posibilidad de enfrentar decididamente la desigualdad; los que creemos en una sociedad que entregue a todos los chilenos, independiente de su condición y origen, las herramientas básicas para desenvolverse; los que estamos convencidos de que es muy importante avanzar en la calidad, pero que de nada sirve una buena educación segmentada.
Tercero, en esta LGE el Estado no asume como desafío preferente el fortalecimiento de la educación pública. Pese a que se consagró, en el Senado, un sistema mixto, no existe un compromiso preferente con ella, con la que forma a los niños y los jóvenes de menores ingresos, con la que promueve valores y principios universales, con la que se propone articular la diversidad de la República. Hemos perdido quienes esperábamos un compromiso claro del Estado con sus establecimientos; los que aspiramos a que dispusieran de recursos, a lo menos, para equiparar el gasto por alumno que se logra en la educación particular subvencionada con el aporte fiscal y el de los padres.
En resumen, este proyecto, que probablemente regirá al país a lo menos por un par de décadas, tiene algunos avances, como la Agencia para la Calidad, la Superintendencia, el Consejo Nacional de Educación y los requisitos adicionales para sostenedores, pero presenta demasiadas deficiencias; fue abordado con más prisa que rigurosidad y no responde a lo que los estudiantes reclamaron a nuestra sociedad con sus movilizaciones.